Carísima fruta tropical: un texto de Antonio Lozano sobre «El castillo de arena» de Seicho Matsumoto.
Si ya era una buena noticia la salida de un nuevo Matsumoto —a estas alturas, los fans lo reclaman por su nombre—, en El castillo de arena nos aguarda un Matsumoto expandido. Antes que nada, reconocible, al volver sobre temas que definieron su combativa obra y que ya asomaban en sus anteriores novelas publicadas por Libros del Asteroide —El expreso de Tokio, La chica de Kyushu, Un lugar desconocido—, entre otros, el poder corruptor, las vidas secretas, el culto a las apariencias, el trauma bélico, la vulnerabilidad de la mujer y los falsos suicidios.
Sin embargo, quizá en sus páginas se vea reflejada con mayor fuerza la diversidad geográfica y cultural de Japón dados los viajes frecuentes del protagonista con el fin de atar cabos, al tiempo que la investigación resulta especialmente desafiante e intrincada, asistiendo a un riquísimo despliegue de pistas. Palabras escuchadas al azar («Kameda» funciona a modo de un sortilegio), dialectos regionales, trocitos de papel bailando en la oscuridad y cayendo sobre las vías, la llamada música concreta, una tabla con importes totales del seguro de desempleo, dos películas tirando a malas —una de época con bandas rivales luchando con espadas, Drama en el Tone, y otra de yakuzas, La furia de un hombre—, efectos acústicos y ondas ultrasónicas, vendedores a domicilio mareados (historia que merecería un relato propio), expedientes académicos...
La novela es un festín (o un prodigio) de eurekas y palos de ciego que llevan al lector en volandas. Y en esta lucha de ingenios entre malos y buenos, asistirán a un elaborado truco de prestidigitación por parte de los primeros contrarrestado con un sencillísimo truco por parte de los segundos. El castillo más elaborado y ambicioso que nos ha construido Matsumoto hasta la fecha.
La veteranía del sabueso
El inspector Eitaro Imanishi, de la policía metropolitana de Tokio y asignado a la comisaría de Shinagawa —nombre que los fans de Haruki Murakami seguro que conectarán con un mono parlanchín, cleptómano y aficionado a los onsen y la cerveza fría—, tiene 45 años (más o menos los de su creador cuando arrancó su carrera literaria); edad suficiente para que el olor a gas acetileno, que desprenden las ya declinantes lámparas de carburo, ejerzan de personal magdalena proustiana al transportarle al festival de otoño que se celebraba en su aldea natal.
De modo que «no puede negar que se estaba haciendo mayor», pero cuando lo conocemos lleva diez días peinando las pensiones y los pisos de alquiler de la línea Ikegami en un infructuoso intento por hallar pistas de un brutal asesinato («la cara estaba tan ensangrentada que parecía una máscara de diablo»), unas caminatas tan intensas que le han desgastado las suelas de los zapatos e impedido llegar a su casa con tiempo suficiente de ver despierto a su hijo. La veteranía del sabueso no es anecdótica pues El castillo de arena encuentra en la tensión entre juventud y madurez —reflejo de la más amplia que supondrían el clasicismo y la modernidad, y ya puestos, el pasado y el presente—, uno de sus temas troncales.
Descubrir la identidad del asesino quizá pase por entender la mentalidad y las inquietudes de las nuevas generaciones, y más concretamente las dinámicas entre los miembros del Grupo Noveau, un conjunto de artistas menores de treinta años dispuestos a romper todos los esquemas. «Parecía necesario leer entre líneas para comprender lo que realmente querían decir los críticos», se nos dice al respecto del texto críptico de uno de ellos, pero bien podría estar hablando del endiablado caso que los salpica.
Todo un reto para alguien aficionado a la transparencia del haiku como Imanishi. De aquí que cuente con la inestimable ayuda del investigador Hiroshi Yoshimuro, cuya juventud queda demostrada por el hecho de que de los viajes se lleve el recuerdo de la comida, frente a los paisajes que atesora su colega (la colaboración entre ambos trae a la memoria la del subinspector Mihara y el curtido Jutaro Togai en El expreso de Tokio). También influye su esposa Yoshiko, cuyos sacrificios y cuidados sin duda tienen un efecto rejuvenecedor (si hay que permitirle un nuevo bonsái, se le permite).
Aunque fue publicada en 1961, cuando Japón ya había protagonizado un milagro económico y se disponía a diseñar el futuro durante las próximas décadas, El castillo de arena nos recuerda que el fantasma de la segunda guerra mundial seguía muy vivo (Kokura, la ciudad natal del escritor, fue el primer objetivo de la bomba atómica que se acabaría lanzando sobre Nagasaki) y nos advierte que la arrogancia tras lo nuevo y radical siempre se ve contrarrestada por la experiencia y la sabiduría (representada en el libro por la humilde gente de las montañas, el lingüista, el experto en telecomunicaciones...), pero quizá aún más por la perseverancia a la hora de pensar. De aquí este apunte lírico con el que se remata un gráfico pasaje en el que se nos describe una autopsia: «Cada vez que lo veía, Imanishi quedaba impresionado por la belleza del cerebro humano, que le parecía una carísima fruta tropical envuelta en celofán».
Antonio Lozano. Periodista y traductor. Colabora con distintos medios como La Vanguardia, el suplemento Quadern de El País o las revistas Librújula y Lengua. Es autor de varios libros infantiles y del ensayo Lo leo muy negro. Travesías por crímenes reales e imaginarios (Destino). Dirigió la colección Serie Negra del sello RBA. Desde 2021 comisaría el festival La Noche Más Negra.