Este sitio web utiliza cookies propias para mejorar la experiencia de navegación y de terceros exclusivamente para recoger datos de análisis. Si continúa con la navegación significará que acepta y está de acuerdo con su uso. Más información
Aceptar
Halfon: "Y ahí estaba. Esa palabra. Ese personaje. Esa historia que ahora exigía ser contada".

Hace unas semanas Eduardo Halfon era galardonado con el Berman Literature Prize 2024 por su libro Canción (Libros del Asteroide, 2020, 3ª edición), que el jurado del premio sueco ha definido como «una novela corta que triunfa en el arte de unir las largas y quebradas líneas de la historia». Apenas hace unos días, el escritor guatemalteco recogía la distinción en una ceremonia en Estocolmo.

Es un placer compartir con vosotros sus palabras de agradecimiento, en las que descubrimos el origen de la novela y reflexionamos sobre el papel de la comunidad en la vida y en la literatura.

Aprovechamos para recordaros que el autor visitará Donostia el lunes 11 de noviembre y Barcelona el martes 12 de noviembre. Más información aquí.

Hace unos meses, mientras trabajaba en mi casa de Wannsee, en las afueras de Berlín, recibí una llamada desde Estocolmo. Un hombre que dijo llamarse Daniel Pedersen, tras unas palabras de cortesía y una brevísima presentación, pasó a explicarme que era escritor y editor y también el presidente del jurado del Premio Berman de Literatura, en Suecia. Un premio, me dijo, que busca recompensar al autor de una obra literaria que encarne el espíritu de la tradición judía, y cuyo jurado este año había decidido concederme por mi novela Canción. Permanecí en silencio, totalmente encandilado; una reacción normal, creo, dadas las circunstancias. O sea, ¿cuántas veces un escritor judío de Guatemala que trabaja en Berlín se gana un premio literario de Suecia? Y un escritor judío, además, que actualmente vive en Wannsee, el lugar exacto donde, en enero del 42, los altos oficiales nazis se reunieron en una pomposa conferencia para poner en práctica su plan genocida de lo que denominaron Endlösung der Judenfrage, la Solución Final a la Cuestión Judía: asesinar deliberada y sistemáticamente a todos los judíos a su alcance. Ahora, unos meses después de haber recibido allí, en Wannsee, aquella llamada casi surrealista de Daniel Pedersen, no sólo sigo sintiéndome tan sorprendido y honrado y profundamente afortunado como entonces, sino que también estoy eternamente agradecido de haberle creído a Daniel Pedersen y no haber colgado el teléfono.

Estoy aún más agradecido, sin embargo, con todos los que han participado en la organización de este extraordinario premio. Con los miembros del comité asesor. Con los miembros del jurado que me han concedido esta gran distinción: la escritora Ingrid Elam; la escritora y traductora —ahora también mi traductora al sueco— Hanna Nordenhök; la académica Na’ama Rokem; el periodista, escritor y traductor alemán Thomas Steinfeld; el periodista y crítico literario Kaj Schueler; y el escritor, editor y portador de buenas noticias Daniel Pedersen, a quien se le encomendó la dichosa tarea de hacer una de esas llamadas telefónicas que un escritor más desea y necesita pero que nunca espera recibir. Y estoy especialmente agradecido, por supuesto, con la familia Berman, con mis nuevos amigos Thomas y Catharina Berman, quienes tan generosamente han establecido este magnífico premio que celebra tanto la tradición literaria como la tradición judía.

Una palabra importante, tradición, tan vinculada a la literatura y al judaísmo; como escritor judío, no soy más que un pequeño eslabón en cada una de estas dos largas cadenas de luminosidad y prodigios y belleza. Una palabra, tradición, que es insondable sin una profunda comprensión de la historia: se necesita una cantidad infinita de historia, escribió Henry James, para crear incluso una pequeña tradición. Una palabra, tradición, que inevitablemente me hace pensar en abuelos, o mejor dicho, en mis abuelos.

Pienso en mi abuelo polaco, el padre de mi madre, León, o Leib en yiddish, quien siempre nos decía que el número en su antebrazo izquierdo era su número de teléfono, y que se lo había tatuado ahí por si acaso se le olvidaba. De niños, creciendo en la Guatemala de los años setenta —donde los números de teléfono también eran de cinco dígitos—, comprendimos rápidamente que no debíamos preguntarle más. Él no quería hablar de esos cinco dígitos verdosos escurriéndose como orugas en su antebrazo izquierdo (69752), de cómo y dónde se los habían tatuado, de la muerte de sus dos hermanas y su hermano menor y de sus padres en Lodz. No quería hablar de los campos. Y entonces, durante muchos años, no le preguntamos nada. Y durante muchos años él guardó silencio. Hasta que, por fin, una tarde lluviosa de finales de los noventa, mi abuelo se sentó en el sofá de la sala, se sirvió un vaso de whisky y empezó a contarme su historia. Y mientras yo le oía hablar por primera vez en sesenta años de todo lo que le había sucedido —desde su captura en Lodz en noviembre del 39 mientras jugaba una partida de dominó con sus amigos, hasta su liberación de Sachsenhausen en abril del 45—, supe de inmediato que lo que estaba haciendo no era sólo contándome su historia, no simplemente hablándome de un boxeador polaco y de la supervivencia y del poder del lenguaje: mi abuelo me estaba invitando a participar en una tradición mucho más amplia. O dicho de otro modo: mi abuelo me estaba dando, allí mismo, en aquella sala, mi herencia. Su historia era ahora también mi historia.

Una historia que, muchos años después, me traería aquí, a Estocolmo.

Pero la historia que más directamente me trajo hoy aquí —sobre mi otro abuelo, mi abuelo sefardí, mi abuelo judío libanés de cuyo nombre soy fiduciario— la empecé a escribir durante un viaje a Guatemala.

Era enero de 2019. Estábamos de visita en el país por un par de semanas, y nos habían invitado a pasar un domingo en el chalet del bisabuelo de mi hijo en el lago de Amatitlán. Dar un paseo en lancha. Beber unos cócteles en el jacuzzi de agua volcánica. Almorzar tarde, sin prisa, lánguidamente. Y mientras escuchaba a mi esposa hablarme de la invitación, supe que lo que en realidad me estaba ofreciendo —entre líneas, por supuesto, y quizá sin que ella misma lo supiera— era un día para leer y escribir y trabajar en silencio. Un día entero para mí. Así que, en las primeras horas del amanecer, me despedí de ella y de mi hijo de dos años y cerré la puerta y, mientras me iba a sentar en el sofá de la sala con una primera taza de café, pensé que lo único más ensordecedor que el silencio en el apartamento aún oscurecido era mi sensación de malestar por perderme un domingo en la vida de mi hijo.

Enseguida me fijé en una pila de libros que había delante de mí, sobre la mesa de la sala, y uno de ellos me llamó la atención. Me lo acababa de dar mi padre; no para regalármelo, sino más bien para deshacerse de él, como si no quisiera tener ninguna prueba de aquellos años, de aquel tenebroso periodo de su vida. Un amigo suyo se lo había obsequiado, según la inscripción manuscrita en la primera página, que decía: «A Joe Halfon, con el agradecimiento de siempre, y para que sepas más, en las páginas 129 y 130, de los aciagos días que debió vivir tu familia».

De inmediato pasé las páginas hasta llegar a la 129 y 130, y ahí me enteré de que el autor del libro narraba —en primera persona— la historia del secuestro de mi abuelo judío libanés por parte de la guerrilla guatemalteca, en enero del 67, y especialmente la participación de uno de los guerrilleros, un tal Percy Amílcar Jacobs Fernández. Y como Percy trabajaba en una carnicería, trató de explicar el autor en la página 129, sus camaradas le habían apodado Canción.

Y ahí estaba. Esa palabra. Ese personaje. Esa historia que ahora exigía ser contada.

Cogí un bolígrafo azul y una hoja amarilla doblada y manchada que mi hijo había dejado sobre la mesa de la sala, y escribiendo deprisa, casi con urgencia, empecé a garabatear y a tachar y a reescribir algunas frases cortas (a mano, algo que nunca hago), hasta que por fin llegué a ésta:

Le decían Canción porque había sido carnicero.

Para entonces, yo ya había buscado en mi infancia momentos significativos del secuestro de mi abuelo, e intentado escribir sobre ellos. Sentía que poco a poco me estaba acercando no sólo a escribir algo sobre la vida de mi abuelo y su identidad judeolibanesa, sino a escribir algo sobre la historia reciente de mi país, sobre el largo y violento conflicto armado interno. Y fue esa extraña frase la que de alguna manera articuló lo que yo había estado sintiendo, y me desveló el libro que ahora debía escribir.

Le decían Canción porque había sido carnicero.

Yo aún no sabía nada más. No entendía en absoluto aquella frase: ¿por qué iban a apodar Canción a un carnicero? Pero enseguida me gustó. Acaso por su ritmo. Acaso por su sensación de misterio. Acaso porque era tan seductora e inesperada como la música de una vieja guitarra de caja de cigarros. O acaso porque hacía lo que toda primera frase literaria supuestamente debe hacer: abrir una puerta y esbozar una media sonrisa e invitarnos a entrar a una historia íntima y secreta.

Y por eso estoy hoy aquí, en Estocolmo: por esa frase. O más bien: por esa historia. O más bien: porque somos historias. Quiénes somos. De dónde venimos. Dónde hemos estado. Cómo hemos llegado hasta aquí. Es a través de historias que entramos al mundo. Es a través de historias que aprendemos, y amamos, y luego aprendemos a amar. Es a través de historias que nos damos cuenta de que somos mucho más que nosotros mismos, que formamos parte de algo más grande. Una familia. Un grupo. Una comunidad. Un país. Un pueblo. Una tradición. Todo lo que somos, y todo lo que hemos sido, está zurcido por las historias que nos han contado y por las historias que hemos leído y quizás, si tenemos suerte, por las historias que algún día podamos escribir.



Compartir en

Autor relacionado

Libros relacionados

Suscríbete a nuestra newsletter